La leche fermentada es un producto lácteo obtenido por medio de la fermentación de la leche por microorganismos adecuados, de características sensoriales y nutricionales diferentes. Aunque la más conocida es el yogur, también hay otras como el Kéfir.
En este proceso, la transformación más importante es la fermentación del azúcar de la leche en ácido láctico que, junto a pequeñas cantidades de una serie de componentes, contribuyen a generar el sabor tan característico de la leche.
Como consecuencia de esta transformación se dificulta la supervivencia de microorganismos indeseables, y calcio, fósforo y proteínas de la leche pasan a una forma más digerible.
Gracias a este proceso, el producto resultante tiene un contenido en lactosa menor que la leche, por lo que estos productos pueden ser consumidos por personas intolerantes a ella. Estos microorganismos estarán activos hasta la fecha que se indique en el producto, pero si este es tratado térmicamente tras la fermentación, morirán en el proceso.
Hay de dos tipos: de leche o de agua, “y aunque podemos comprarlo listo para consumir, es muy habitual realizarlo en casa a partir de los nódulos del kéfir que pasan de una persona a otra”, explica la experta.
“Su preparación se debe hacer en un recipiente de vidrio, al que se le añade leche y nódulos. Se deja a oscuras y a temperatura ambiente uno o dos días, removiendo cada 10 o 12 horas; además se ha de recordar que en el recipiente debe quedar espacio de aire para que se acumulen los gases de la fermentación. Posteriormente se cuela y se deja en la nevera”, expone la nutricionista Laura González.
Información de EFE